El concepto de “revolución” es un producto lingüístico de nuestra modernidad. Desde el siglo pasado es usual que se distinga en él entre una revolución política, una social o una técnica e industrial. Y sobre todo, desde la Revolución Francesa la expresión ha adquirido posibilidades semánticas extensibles, ambivalentes y ubicuas.
En el año 1842 el ilustrado francés Hauréau, recordó que el término denota propiamente un regreso, una vuelta que, según el uso latino de la palabra, retorna al punto de partida del movimiento. Una revolución significaba, originalmente y de acuerdo con el sentido literal, un movimiento circular. Y Hauréau añadía que en el ámbito político había que entender de ese modo el movimiento circular de las constituciones, tal como se había aprendido de Aristóteles o Polibio y sus seguidores. Según esta teoría solo existiría un número limitado de formas constitucionales que se sustituyen y alternan por turnos pero que nunca podrían ser rebasadas, el esquema era: monarquía-tiranía-aristocracia-oligarquía-democracia-oclocracia-gobierno de uno solo. Y de este modo, podría empezar de nuevo el movimiento circular anterior.
Desde el siglo XVII el concepto político de revolución tiene un doble sentido: Las revoluciones se realizan por encima de las cabezas de los participantes, pero cada uno de los afectados queda prisionero de sus leyes. Sin duda esta doble significación resuena también en nuestro uso actual del lenguaje. Pero que a diferencia del uso de aquella época del nuestro es la conciencia de un retorno, como lo indicaba la sílaba “re” en la palabra revolutio.
Tras la gran revolución inglesa de 1640 a 1660, Hobbes advirtió un movimiento circular que había conducido desde el monarca absoluto, hasta el parlamento incompleto, de este a la dictadura de Cromwel y, de vuelta a través de formas oligárquicas intermedias, a la monarquía, restaurada bajo Carlos II. Por lo tanto el término y la meta de los veinte años de revoluciones fueron una restauración del antiguo derecho, un movimiento de retorno a la verdadera constitución.
La metáfora natural de la “revolución” política vivía de la suposición de que el tiempo histórico, por tener la misma cualidad –estar encerrado en sí mismo-, también era repetible siempre, de esta manera todas las posiciones políticas quedaron superadas por un concepto transhistórico de revolución.